ARTABÁN EL CUARTO REY MAGO
Los cuatro Reyes Magos luego de haber visto la
estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro,
incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado
todo en los lomos de sus burritos.
En pleno desierto les sorprendió una tormenta de arena, todos se bajaron de sus
cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de
soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la
arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino burros buscó amparo
junto a la choza de un pastor metiendo sus burros en el corral. Por la mañana
aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta
había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se
había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni
cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.
Artabán decidió ayudar al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la
caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la
estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía
que no podía dejar así a aquel anciano pastor, gastó casi
una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo
logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había
tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el
viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino
aceleró el tranco de sus burritos. Luego de mucho
vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos
chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la
cosecha. Había que recoger la cebada lo antes posible, porque de lo contrario
los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien
maduros. Decidió también ayudar aquella gente. Le llevó varias semanas hasta que logró poner todo
el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino
y su aceite.
Mientras tanto la estrella ya se le había
perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio
borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas retomó la marcha, y tuvo que detenerse
muchas otras veces para auxiliar a otras gentes necesitadas. Así se le
fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento
que encontró fue muy diferente del que esperaba. La tristeza inundaba al pueblo, un pueblo sin niños. El pobre hombre no entendía nada. Cuando
preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se
callara. Alguien le dijo que lo habían visto huir hacia Egipto.
Quiso emprender inmediatamente su seguimiento,
pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Y se detuvo allí por
mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus
burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes
los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto,
había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que
seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por
sus hermanos.
En el camino hacia el país de las pirámides tuvo
que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un
necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías
sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para
auxiliar a sus hermanos.
Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con
que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret. Este nuevo desencuentro
le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en
camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su
búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca
había visto.
Finalmente se enteró de que había subido a
Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo
fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose
la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era
cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también
él hacia Jerusalén. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos
quejidos a la vera del camino.
Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se
trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último
resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las heridas
y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y,
desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo.
A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue
diciéndole que pagara los gastos del hombre herido y le dejó también su
burrito
Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando
llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un
Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos
hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y
comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago
gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si
el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio
y de caminos.
Y llegó.
Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:
- Perdóname. Llegué demasiado tarde.
Pero desde la cruz se escuchó una voz que le
decía:
-Hoy estarás conmigo en el paraíso.